📜 La berrionda

   🕯️ La Berrionda
  
Alizal no aparecía en los mapas. No porque no existiera, sino porque parecía empeñado en no ser encontrado. El pueblo, encaramado sobre la curva más brava de una cordillera olvidada, estaba rodeado por un espesor de montaña que tragaba caminos, sonidos… y a veces también personas.

Llegar hasta allí era cruzar túneles de neblina, esquivar deslizamientos viejos y subir por callejuelas empinadas entre casas de tejado agrietado. La única forma de entrar o salir era a pie o en mula, cuando el barro lo permitía. Muchos decían que quienes se quedaban demasiado tiempo en Alizal ya no podían irse. No por falta de voluntad, sino porque algo en la montaña los absorbía.

Así le pasó a mi madre.

Ella no era de allá. Había llegado joven, traída por mi abuelo cuando aún había más casas que ruinas y más niños que rezos. Nunca se adaptó del todo. Se le notaba en la forma en que miraba el bosque, como si esperara que algo saliera de él. Al principio creí que eran temores campesinos… hasta que comenzó a hablar de ella.

“La Berrionda,” susurraba en las noches, cuando creía que dormía. “Tiene el pelo enmarañado y los ojos vacíos. Se esconde en los árboles… y se alimenta del que la oye pero no la cree.”

Mi madre pasaba días enteros mirando por la ventana, sin pestañear. A veces se negaba a salir, incluso a encender la luz. Los vecinos decían que estaba enferma, que la altura le había trastornado los nervios. Pero algo en su voz me hacía pensar que no estaba del todo equivocada.

Y luego, desapareció.

Nadie quiso buscarla. “El monte la llama, el monte la lleva,” decían. Para ellos era común: los que se pierden en el bosque no vuelven, y si vuelven… ya no son los mismos.

Después vinieron los sueños.

La oía susurrar desde detrás de las paredes, desde debajo del piso. Su voz se mezclaba con el sonido de las cabras. En uno de ellos, me dijo: “No la dejes entrar. Ella no soy yo. Ella se viste con mi voz.”

Una tarde, cuando el cielo se partía en venas rojas y moradas como un cadáver sin alma, mi padre y yo salimos a buscar una cabra negra de ojos amarillos que se había extraviado. Nadie en el pueblo la había visto. La buscamos entre matorrales, riscos y sendas empedradas que sólo la luna conoce.

Al anochecer, el sonido vino.

Un balido. Débil. Lúgubre. Como si se arrastrara desde lo profundo del suelo, con la garganta llena de tierra húmeda. Y sin embargo, era su voz. La reconocí.

Corrimos hacia él.

Pero cuanto más nos acercábamos, más se alejaba. El sonido se deslizaba entre los troncos, como si se burlara, como si nos condujera no a ella, sino a algo más. Algo que deseaba que lo siguiéramos.

Mi padre no decía nada. Sus pasos eran firmes, pero sus ojos se hundían cada vez más en las sombras. Hasta que se detuvo. Su rostro desencajado giró hacia la oscuridad.

El balido se transformó. Ya no era animal. Era un llanto. Una voz quebrada, femenina, que gemía mi nombre entre dientes podridos.

—¿Seguro que es la cabra? —pregunté.

Mi padre no respondió.

La noche nos atrapó en un claro donde la neblina era tan densa que parecía un muro. Encendió el farol. Las sombras temblaron. Y entonces vi los árboles: tallados con símbolos, círculos, caras con cuernos.

—¿Qué es esto…? —murmuré.

—No los mires —dijo él, grave—. No les des atención.

Pero era tarde. Un zumbido grave llenó el aire. Voces susurraban mi nombre.

Era mi madre.

—¿Papá...? —dije, temblando.

Sus ojos estaban clavados en algo más adelante, entre los árboles.

—No mires —ordenó—. Vuelve. Vuelve ahora.

Pero ya era tarde.

La vi.

Una figura encorvada, de cabellos largos y enmarañados, agazapada sobre un tronco seco. Su piel era pálida como la ceniza. Sus ojos… eran los de la cabra. Amarillos. Vacíos. Brillaban con hambre. Con odio.

Intenté gritar, pero la voz no me obedeció. Y entonces ella habló.

—¿Por qué me dejaste morir?

No salió de su boca. Venía de mí.

Comprendí que era mi madre. O lo que quedaba de ella. No como la recordaba, sino como debió verse al final: atrapada entre dolores, abandonada, descompuesta en el lecho donde murió sola.

Y supe la verdad: mi padre lo sabía. La Berrionda era su castigo. Su culpa. Lo había seguido durante años. Él había huido aquella vez, como ahora. Y yo... yo había heredado no la tierra, ni el ganado… sino la maldición.

Corrí. No sé cuánto. El bosque ya no era bosque. Era una jaula de huesos, de árboles retorcidos como espinas. Ella me perseguía, no con pasos, sino con recuerdos. Me mostraba imágenes: yo, niño, mirando sin ayudar. Mi madre, gritando. Mi padre cerrando la puerta. El silencio. El olvido.

Durante semanas se apagó en su cama. Como una vela que gotea sobre su propio candelabro. Pedía agua, pedía luz, pedía que alguien la escuchara. Pero mi padre la ignoraba. Decía que era histeria, que el trabajo era mucho, que no había tiempo para lamentos.

Un día dejó de gritar.

Y nadie fue a verla.

Tenía el cuerpo frío, los ojos abiertos, resecos, mirando algo que ya no estaba allí.

Mi padre me dijo que no hablara de eso.

Nunca.

Yo no hablé.

Hasta que una noche, ella desapareció.

La ventana estaba cerrada. La puerta, asegurada. Nadie vio nada.

Solo quedó una hoja de papel, escrita con su puño tembloroso:

 “La Berrionda no caza. Espera. Espera a que uno la busque.”

Desperté en el claro, cubierto de barro. El pueblo me encontró balbuceando entre raíces. Mi padre no regresó. Dijeron que se lo llevó la noche. Que lo tragó la tierra. Yo asentí. No hablé de la cabra, ni del llanto, ni de los ojos amarillos.

Por las noches, cuando cierro los ojos, ella me llama. Con voz quebrada. A veces la oigo junto a mi cama. Otras, desde el bosque. Y cuando el viento sopla fuerte, juro que en él se desliza su risa seca y hueca.

Tras todo el horror, subí al ático buscando respuestas.

Allí, entre polvo y maderas carcomidas, encontré una vieja botella cubierta de telarañas: el brebaje que mi madre solía beber para calmar sus angustias.

Olía agrio. Familiar. Como si la tristeza tuviera aroma.

Lo bebí.

La voz se hizo fragmentada. Turbia.

Tal vez no era medicina.

Era pacto, un nuevo ciclo.

A las afueras, se ve a un niño que sigue el ladrido de su perro.

Y después… silencio.
.



Con el tiempo, la historia se diluyó en murmullos. Pero el bosque siguió allí, intacto, vigilante. Y, cada tanto, alguien desaparece.

Un niño que sigue el ladrido de su perro.

Una mujer que jura haber oído la voz de su esposo muerto.

Un viejo que tararea una canción de infancia.

Todos escuchan algo familiar.

Y, sin darse cuenta, caminan hacia la niebla.

La Berrionda no busca venganza.

Busca compañía.





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