☕️ Capítulo 1: Aksum
Zosimos se despertó con el sonido de las campanas que anunciaban el inicio de un nuevo día en la ciudad de Aksum, la capital del reino más poderoso de África oriental. Se levantó de su cama, se vistió con una túnica blanca y se dirigió al patio donde lo esperaba su padre, Demetrio, un rico comerciante que poseía varias tiendas y almacenes en la ciudad.
- Buenos días, padre -saludó Zosimos con respeto.
- Buenos días, hijo -respondió Demetrio con severidad-. Hoy es un día importante para ti. Vas a conocer a tu prometida, la hija de mi socio Teodoro. Es una joven hermosa, educada y virtuosa, que te hará muy feliz.
- Padre, yo no quiero casarme con ella -protestó Zosimos con timidez-. Yo quiero viajar por el mundo y conocer otras culturas, como hacen los mercaderes griegos y romanos.
- No digas tonterías, hijo -replicó Demetrio con enfado-. Tú eres el heredero de mi fortuna y de mi negocio. Tienes que seguir mis pasos y convertirte en un comerciante respetable y exitoso. Aksum es el centro del comercio entre el Mediterráneo, el mar Rojo y el océano Índico. Aquí tenemos todo lo que necesitamos: oro, marfil, incienso, mirra, especias, seda, algodón, perlas, piedras preciosas... ¿Qué más puedes pedir?
- Padre, yo no me conformo con lo que tenemos aquí -insistió Zosimos con pasión-. Yo quiero ver con mis propios ojos las maravillas que hay más allá de nuestras fronteras: las pirámides de Egipto, las ciudades de Grecia y Roma, las islas del mar Egeo, las costas de Arabia e India, los templos de Persia y China... Quiero aprender de otras religiones, lenguas y costumbres. Quiero vivir aventuras y descubrir cosas nuevas.
- Hijo, eso es solo fantasía -dijo Demetrio con desdén-. El mundo es un lugar peligroso y hostil. Hay guerras, enfermedades, ladrones, piratas, animales salvajes... No sabes lo que dices. Además, tú eres cristiano, como yo y como todos los aksumitas. Nuestra fe es la única verdadera y la única que nos salva. No debes mezclarte con los paganos, los judíos o los herejes. Ellos son nuestros enemigos y nos quieren destruir.
- Padre, yo no soy tu enemigo -dijo Zosimos con tristeza-. Yo solo soy diferente a ti. Yo tengo otros sueños y otras aspiraciones. Yo no quiero vivir encerrado en esta ciudad toda mi vida. Yo quiero ser libre.
Demetrio miró a su hijo con decepción y rabia. No podía entender cómo había salido tan rebelde e ingenuo. Él había trabajado duro para construir su imperio comercial y para asegurar el futuro de su familia. Él había sido un fiel súbdito del rey Ezana, que había convertido a Aksum al cristianismo en el siglo IV d.C., y había colaborado con la iglesia para difundir el evangelio por toda la región. Él había sido un buen padre para Zosimos y sus dos hermanas menores, Helena y Sofía. Él había arreglado su matrimonio con la hija de Teodoro, un amigo de toda la vida y un socio leal. Él había hecho todo lo posible por darle a Zosimos una vida cómoda y feliz. Pero Zosimos no le agradecía nada. Zosimos solo quería escapar de su destino.
- Basta ya de discutir -dijo Demetrio con firmeza-. Hoy vas a conocer a tu prometida y vas a aceptar el compromiso. Es una orden. No me desobedezcas o te arrepentirás.
Zosimos bajó la cabeza y no dijo nada más. Sabía que era inútil resistirse a la voluntad de su padre. Pero en su corazón, seguía anhelando la libertad.
Después de desayunar, Zosimos y Demetrio salieron de su casa y se dirigieron al mercado, donde se encontraban sus tiendas y almacenes. El mercado era el lugar más concurrido y animado de la ciudad. Allí se podía encontrar de todo: frutas, verduras, cereales, carne, pescado, pan, queso, vino, aceite, miel, leche, huevos, mantequilla, azúcar, café, té, chocolate, tabaco... También había artículos de lujo como joyas, perfumes, cosméticos, ropa, calzado, sombreros, abanicos, paraguas, espejos, peines, cepillos, cuchillas, tijeras... Y por supuesto, había mercancías procedentes de otros países: telas de seda y algodón de India y China, especias de Arabia e India, perlas y piedras preciosas del océano Índico, marfil y oro de África central y occidental, incienso y mirra de Arabia y Etiopía...
El mercado era también el lugar donde se reunían los comerciantes locales y extranjeros para negociar sus intercambios. Había griegos y romanos que traían productos del Mediterráneo; había árabes y persas que traían productos del mar Rojo y del golfo Pérsico; había indios y chinos que traían productos del océano Índico y del mar de China; había egipcios y nubios que traían productos del valle del Nilo; había somalíes y bantúes que traían productos de la costa oriental de África; había judíos y cristianos que traían productos de Palestina y Siria; había etíopes y sudaneses que traían productos del interior de África... Todos ellos hablaban diferentes lenguas y dialectos, pero se entendían gracias a un lenguaje común: el ge'ez. El ge'ez era la lengua oficial de Aksum y la lengua litúrgica de la iglesia. Era una lengua semítica derivada del antiguo sabeo de Arabia meridional. Tenía un alfabeto propio compuesto por 26 letras básicas y varias modificaciones para indicar las vocales. El ge'ez era una lengua rica y elegante que expresaba con precisión los conceptos más complejos.
Zosimos amaba el mercado. Le encantaba ver la variedad de personas, productos y colores que llenaban el espacio. Le fascinaba escuchar las historias que contaban los viajeros sobre los lugares que habían visitado. Le gustaba aprender palabras nuevas en otras lenguas. Le atraía el olor de las especias y el sabor de las frutas exóticas. Le divertía regatear con los vendedores y conseguir buenos precios. Le emocionaba imaginar que algún día él también podría ser uno de esos aventureros que recorrían el mundo.
Pero ese día no era uno de esos días. Ese día tenía que acompañar a su padre a su tienda principal, donde lo esperaba Teodoro con su hija. Zosimos entró en la tienda con resignación. Allí vio a una joven de unos dieciséis años (la misma edad que él), vestida con un vestido azul bordado con hilos de oro. Tenía el cabello negro recogido en una trenza adornada con perlas. Tenía los ojos marrones y la piel clara. Era bonita, pero no le llamó la atención.
- Zosimos, te presento a Anastasia -dijo Teodoro con orgullo-. Anastasia, te presento a Zosimos.
- Mucho gusto -dijo Anastasia con una sonrisa forzada.
- Igualmente -dijo Zosimos con una voz neutra.
Los dos se miraron sin interés. No sentían nada el uno por el otro. Solo sentían obligación.
- Bueno, pues ya está hecho -dijo Demetrio con satisfacción-. Ya os habéis conocido. Ahora solo falta fijar la fecha de la boda.
- Sí -dijo Teodoro con entusiasmo-. Yo propongo que sea dentro de un mes. Así tendremos tiempo para preparar todo.
- Me parece bien -dijo Demetrio con acuerdo-. Un mes es un plazo razonable.
- ¿Y vosotros qué decís? -preguntó Demetrio a los jóvenes.
- Nosotros... -empezó a decir Zosimos, pero se quedó callado. No sabía qué decir. No quería ofender a su padre ni a Teodoro, pero tampoco quería casarse con Anastasia.
- Nosotros estamos de acuerdo -dijo Anastasia, rompiendo el silencio-. Estamos felices de cumplir con la voluntad de nuestros padres.
Zosimos la miró con sorpresa. ¿Cómo podía estar tan conforme? ¿No tenía ella también sueños y deseos? ¿No le importaba nada su futuro?
- Bueno, pues ya está todo arreglado -dijo Teodoro con alegría-. Vamos a celebrar este compromiso con un buen banquete. Invitaremos a toda la familia y a los amigos. Será una fiesta inolvidable.
- Sí, será una fiesta inolvidable -repitió Demetrio con entusiasmo-. Vamos, no perdamos más tiempo. Hay mucho que hacer.
Los dos hombres se abrazaron y se felicitaron mutuamente. Luego se dirigieron a la salida de la tienda, seguidos por Anastasia. Zosimos se quedó atrás, sin moverse. Sentía un nudo en la garganta y una opresión en el pecho. Se sentía atrapado en una jaula de oro.
De repente, oyó una voz que lo llamaba desde fuera.
- ¡Zosimos! ¡Zosimos!
Zosimos reconoció la voz. Era la voz de Abraha, un misterioso extranjero que había conocido hacía unos días en el mercado. Abraha era un hombre de unos treinta años, alto y delgado, con el cabello rizado y la barba recortada. Vestía una túnica blanca y una capa roja. Llevaba un turbante blanco y unas sandalias de cuero. Tenía los ojos verdes y la piel bronceada. Era guapo y elegante.
Abraha le había contado a Zosimos que era un explorador y un aventurero que viajaba por el mundo en busca de conocimiento y riqueza. Le había dicho que había visitado muchos países y que había visto muchas maravillas. Le había dicho que tenía un barco propio y que estaba planeando una expedición por el mar Rojo y el océano Índico, para llegar hasta las islas del sur, donde se decía que había un paraíso terrenal. Le había dicho que necesitaba un socio joven y valiente que lo acompañara en su viaje, a cambio de una parte de las ganancias. Le había dicho que él era ese socio ideal.
Zosimos se había sentido tentado por la oferta de Abraha. Le había parecido una oportunidad única para cumplir su sueño de viajar y conocer el mundo. Pero también le había parecido una locura. No sabía si Abraha era un hombre honesto o un estafador. No sabía si su historia era verdadera o falsa. No sabía si su viaje era posible o imposible. No sabía si debía confiar en él o no.
Por eso, le había pedido tiempo para pensarlo. Le había dicho que tenía que hablar con su padre y obtener su permiso. Le había dicho que le daría una respuesta al día siguiente.
Pero no lo había hecho. No había hablado con su padre ni le había dado una respuesta a Abraha. Había evitado encontrarse con él en el mercado. Había esperado que se olvidara de él y se fuera con otro socio.
Pero no lo había hecho. Abraha seguía esperándolo fuera de la tienda, llamándolo por su nombre.
- ¡Zosimos! ¡Zosimos! -insistió Abraha-. Sal, tengo algo que decirte.
Zosimos dudó unos segundos. Luego tomó una decisión.
Salió de la tienda y se acercó a Abraha.
- Hola, Abraha -lo saludó con nerviosismo.
- Hola, Zosimos -lo saludó con una sonrisa-. Me alegra verte. ¿Has pensado en mi oferta?
- Sí, he pensado en tu oferta -dijo Zosimos con sinceridad-. Y he decidido aceptarla.
Abraha abrió los ojos con sorpresa y alegría.
- ¿En serio? ¿De verdad quieres venir conmigo?
- Sí, en serio. De verdad quiero ir contigo -dijo Zosimos con firmeza.
- ¡Qué bien! ¡Qué bien! -exclamó Abraha con emoción-. No te arrepentirás, Zosimos. Será el viaje de tu vida. Verás cosas que nunca has visto. Aprenderás cosas que nunca has aprendido. Vivirás cosas que nunca has vivido.
- Eso espero, Abraha. Eso espero -dijo Zosimos con esperanza.
- Pues no esperes más, Zosimos. No esperes más -dijo Abraha con impaciencia-. Vamos, tenemos que irnos ya. Mi barco está listo para zarpar. Solo falta que subas a bordo.
- ¿Irme ya? ¿Ahora mismo? -preguntó Zosimos con incredulidad.
- Sí, ahora mismo -afirmó Abraha con urgencia-. No hay tiempo que perder. El viento es favorable y la marea es alta. Si no nos vamos ahora, tendremos que esperar otro día.
- Pero yo no puedo irme así, sin más -protestó Zosimos con angustia-. Tengo que despedirme de mi familia, de mis amigos, de mi ciudad...
- No, no tienes que despedirte de nadie -dijo Abraha con severidad-. Si lo haces, te arrepentirás. Te dirán que no vayas, que te quedes, que obedezcas. Te harán sentir culpable, triste, asustado. Te harán cambiar de opinión.
- Pero yo no quiero irme sin decir nada -insistió Zosimos con dolor-. Es mi familia, son mis amigos, es mi ciudad...
- No, no son tu familia, ni tus amigos, ni tu ciudad -dijo Abraha con frialdad-. Son tu cárcel, son tus carceleros, son tu condena. Si te quedas con ellos, serás infeliz para siempre. Te casarás con una mujer que no amas, trabajarás en un negocio que no te gusta, vivirás en una rutina que te aburre. Morirás sin haber vivido.
Zosimos se quedó sin palabras. Abraha tenía razón. Si se quedaba en Aksum, su vida sería miserable. Si se iba con Abraha, su vida sería maravillosa.
Pero también tenía miedo. Miedo de dejar atrás todo lo que conocía. Miedo de enfrentarse a lo desconocido. Miedo de arriesgarlo todo por nada.
- ¿Qué hago, Abraha? ¿Qué hago? -preguntó Zosimos con desesperación.
Abraha lo miró con compasión y le tendió la mano.
- Ven conmigo, Zosimos. Ven conmigo -le dijo con dulzura-. Confía en mí. Yo te guiaré. Yo te protegeré. Yo te enseñaré. Yo te haré feliz.
Zosimos miró la mano de Abraha y luego miró la tienda donde estaban su padre y su prometida.
Tenía que elegir entre dos caminos: el camino de la seguridad y el camino de la libertad.
Tenía que elegir entre dos destinos: el destino de la obediencia y el destino de la aventura.
Tenía que elegir entre dos vidas: la vida que le habían impuesto y la vida que él quería.
Zosimos respiró hondo y tomó la decisión de irse con abraha.
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